dimarts, 23 de desembre del 2008
Navidad, otra mirada. Por Rafael Servera
Hay que hacer con las palabras lo mismo que con las nueces: cascarlas, romper la dureza del estereotipo con que están amuralladas, y descubrirlas exuberantes de significaciones plurales, inasibles en el lujo de sentidos estallados. Si existe actualmente una palabra recubierta de tópicos, hecha compacta por la rutina, ataviada con el adorno solitario de lo plano, de lo irrelevante, es "Navidad". Entre todos hemos hecho de ese término una mortaja confortable de decir siempre lo mismo, agónica, muerta ya de tanto no decir nada. Dinamitar esa palabra, "Navidad", supone abandonar el cobijo clausurante de lo repetitivo y ofrendarse al peligro de nuevos sentidos. Es en la extrañeza de ese riesgo que Navidad puede decirse "espacio abierto a la mirada".
Navidad como fascinación
La relación entre Navidad y el mirar no es casual ni arbitraria. Navidad es una utopía de los ojos, ya que es la puesta en escena de una aparición tan galvanizada, que quebró la Historia en dos mitades. Es un país Navidad que, al ser re-velación de algo escondido en la sombra de los siglos, tiene una geografía de luz que convoca la mirada. Los relatos sobre Navidad son la concentración de un grito: “Id y veréis!”, y se diferencian, por eso, de aquellos otros relatos que definen el sentido de la Pascua. La Buena Noticia de la Resurrección es llamada, escucha, envío, puesta en acción, mientras que esa otra Buena Noticia que abre el invierno es un imperativo visual, es una tensión de la mirada. Navidad es fascinación, mientras que Pascua es contagio.
Toda la imaginería navideña es un despliegue de esa exigencia textual: los Belenes, la magia toda de la Nochebuena, las Pastorelas, el teatro de Reyes. Navidad es, ante todo, espectáculo, campo dilatado donde un placer incandescente se enreda en las pupilas, y en él se inviste una voluptuosa pulsión de mirar. Pier Paolo Pasolini decía que la memoria es una trama de imágenes visuales; y esto es cierto, sobre todo, de la memoria que guardamos de nuestra infancia. Recordar las Navidades de aquellos primeros años ¿no es hacer regresar la imagen de nosotros mismos, en el gesto irrepetible de mirar extasiados? Porque la ocupación a la que nos entregábamos con mas delectación en ese tiempo era la de mirar: quedar atónitos ante el espectáculo de la Nochebuena, mirar el paso suntuoso y rítmico de aquellos personajes reales, que venían de un país con palacios de oro, mirar el escenario de Las Pastorelas con anuncios y ángeles, algodones y encajes, y emplear las horas en mirar tras un vidrio de aumento -¡dichosa trampa!- el Belén. Ante nuestras pupilas dilatadas, aquel rectángulo de tres metros cuadrados, recubierto de musgo y figuritas de barro, se iba transformando en un paisaje de delirio, en un espacio dilatado de fabulación. Era, sin duda, aquel mirar una iniciación a la utopía. Aquella geografía de misterio era el horizonte mismo donde el deseo, siempre tan inquieto, quería definitivamente alojarse. Llegaba el momento de despegar la nariz y los ojos de lo frío de aquel vidrio de aumento y despertar. Creían los mayores que, dejando de mirar la gloria del Nacimiento, aquel mundo mítico para nosotros quedaba atrás, como un recuerdo perdido; sin embargo, aquella imagen imposible había quedado impresa para siempre tras la piel rugosa de nuestras pestañas.
Los años, con su pátina, se han ido acumulando sobre aquellas miradas tan primerizas de Navidad, y tristemente con el crecer la mirada nuestra se ha empañado, se ha vuelto más fugitiva, incapaz ya de posarse con sosiego sobre la vida. Hacerse adultos es un poco sentir como a unos se le va debilitando su mirada, o quizá volviéndose escurridiza, incontrolable. En el entorno, además, nada ayuda a hacer del gesto de mirar una dedicación prolongada.
Crisis de la mirada
Lucien Fevre, en su obra clásica, "El Problema de la increencia en el siglo XVI", dice que la época de Rabelais poseía de forma tan copiosa el sentido de lo visual, que los poetas en sus metáforas hacían intervenir mucho más los sentidos del tacto y del olfato, para así compensar la sensibilidad de la mirada. De nuestra época podría decirse casi todo 1o contrario. Al ser la nuestra una cultura de la sensación, de lo inmediato, del alcance directo, del efecto de choque,o como dice Daniel Bell, una cultura "donde se ha eclipsado la distancia", vamos perdiendo la sensibilidad de los ojos, el arte de mirar que exige de forma irreductible otro arte: el de manejar la distancia. La pintura es un ejemplo muy claro de esa transformación cultural. La pintura del Renacimiento, la de Ucello por citar a alguien, se esforzaba en traducir la cosmología precisa del espacio como profundidad, y la del tiempo como sucesión. Un tiempo y un espacio necesarios para ir asimilando las nuevas experiencias que, lejos de imponerse, se ofrecían al espectador. Era en esa distancia que fermentaba la mirada.
La pintura moderna obedece a otra concepción: es una proposición sin mediación alguna, que hay que recibir como una sensación y dejarse aprehender por la emoción así creada. El individuo es "capturado" por el objeto que viene a rodearlo. Las telas de Munch son el recortamiento de las "distancias internas", y Maurice Denis ha fijado el credo de la nueva pintura al decir "hay que cerrar los postigos"; es decir, hay que presentar muy simplemente una superficie donde el elemento de inmediatez sea dominante. Esa pérdida de la distancia lo mismo se traduce en las novelas de Faulkner y en la música de John Cage, que en el cine de John Cassavetes, de Jonas Mekas. Esa pérdida de la distancia, - o como diría Gillo Dorfles, "pérdida del intervalo"- trae consigo una crisis de la mirada, en el sentido de que no saber ya mirar con pausa y con una poca de distancia, es perder el control de la propia experiencia, y adolecer de esa virtud de comunicar con lo real sin sentirse invadido.
Existe otra causa que invalida nuestra capacidad de mirar: es el Poder, pues el Poder, ha dicho alguien, al ser violencia, no mira nunca. Y si mirara un minuto más de la cuenta, perdería su esencia misma. Es peligroso mirar más tiempo de lo requerido, ya que esa prolongación del mirar podría perturbar el orden establecido. ¿El tiempo mismo de la mirada no está controlado por el Poder, por la sociedad establecida? Cualquier exceso en el gesto explica que no son las miradas más escandalosas o las más combativas las que teme más el Poder, sino las más "situadas", las mejor "colocadas", las que traen consigo una mirada intensa, radical, más allá del tiempo permitido.
Convocación
Es en este sentido que la Navidad quiere ser una convocación a "otra" forma de mirar, no sólo a un mirar mas pristino, sino también a un mirar más "colocado", como el mirar de esos hombres y mujeres de hoy -que también existen- quienes hacen de su vida una forma distinta de mirar: ellos saben taladrar las evidencias e introducen lo distinto, en la rutina del hoy, cuando todos los horizontes están cerrados, sólo ellos perciben, el fulgor de la utopía. La mirada de esos hombres estuvo anticipada en la mirada de Georges de la Tour, "el pintor de las noches místicas", quien en el "Recién nacido" supo ver una Luz capaz de atravesar lo negro de los siglos, y contagiar en la mañana de cada Navidad una forma distinta de mirar .
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